Woody y yo (o literatura regiomontana)
[Poner esto en testimonio como uno de Andrea la madriki de cómo le conté]
El verdadero apellido de Woody Allen es Königsberg.
De acuerdo con la RAE, regiomontano tiene tres acepciones:
1. adj. Natural de Monterrey, capital del estado de Nuevo León, en México. U. t. c.s.
2. adj. Natural de Königsberg, ciudad de la antigua Prusia oriental. U. t. c. s.
3. adj. Perteneciente o relativo a Monterrey, a Königsberg o a los regiomontanos.
¡PUM! Primera evidencia infalible que yo, buen regiomontano que soy, tengo mucho en común con el director. En realidad, no pienso enlistar las evidencias. Pero es innegable que ambos compartimos sangre. Ambos somos de ascendencia judía. Él azkenazi, yo sefardí. Pero hijos de Abraham a fin de cuentas. ¿Por qué? Me apellido Garza Montemayor. No debería decir más, pero ahí les va la explicación a los gentiles: la ciudad de Monterrey fue fundada dos veces antes de su establecimiento definitivo por Don Diego de Montemayor. Todos los fundadores (incluyendo al último) eran portugueses de abolengo judío-español, quienes probablemente huyeron de Sefarad después del Edicto de Granada. En la primera etapa de la Colonia, cuando esta apenas se formaba, todavía quedaban vastos territorios al norte de México por conquistar. Un permiso, de seguro ganado por medio de mordidas —porque no podían colonizar sino cristianos viejos que fueran de estirpe católico-visigoda comprobable por los cuatro costados—, fue otorgado a esos loquillos criptojudíos para poblar el territorio nosécuantas leguas tierra adentro al norte del Pánuco. De Saltillo, ciudad bien blanca a pesar de los esclavos tlaxcaltecas, partieron las expediciones. Finalmente, a finales del XVI, se logró la fundación perentoria de la ciudad. Muchas de las familias que acompañaron a estos conquistadores eran también de origen marrano.
Los judíos en Europa, como es bien sabido, tomaron apellidos de cosas para dejar de llamarse: hijo de Isaac, hijo de David, hijo de Abraham, hijo de… Garza, faltaba menos, es un sustantivo. Ahora que estamos en esto de los hijos, por lado materno soy Benavides (sí, así como las famosas farmacias), Ben (hijo de en hebreo —similar al Bin de los árabes, por ejemplo: Bin Laden—) hijo de Vides, o quizá mejor conocido por su grafía Vidas, nombre sefardí que resuena en el Poema del Mio Cid. Coincidencia, no lo creo.
Bueno, el caso es que mis ancestros hebreos se le adelantaron como por cuatro siglos a los de Königsberg. Para cuando los Garza criaban cabras en San Pedro (née Valle de San Pedro de los Nogales) y descansaban los sábados, por costumbre, en lo que sería Manhattan ni siquiera se pensaba en Nieuw Amsterdam.
Ya no somos creyentes, ni vamos a Israel para hacer el servicio militar, pero somos cultural jews.
Regresemos al tiempo que nos concierne. Algo verdaderamente cervantesco me aconteció. Después de ver todas las películas de Woody Allen, en menos de dos meses, concluí que yo no era sino el mismo Woody Allen. Suena extraño, lo sé, pero no hay otra manera de verlo: YO, ADRIÁN PATRICIO GARZA MONTEMAYOR, SOY WOODY ALLEN.
Todos los eventos que me han acontecido y que me han llevado a este estado de degradación psicológica e intestinal son meramente allensianos (permítaseme el neologismo).
Bien, todo empieza en el primer acto de esta película dividida en tres que es mi vida.
Soy sampetrino, de esa poco reconocida clase media de la capital financiera del Norte. Paliducho, narizón, miope: Allen. Durante toda mi vida fui torpe, libidinoso, pero poco hábil con las mujeres, enamoradizo y neurótico. Crecí siendo un octogenario con la libido de un preadolescente. Mi padre fue un doctor (debería de decir médico porque fracasó y se quedó como médico general); por lo tanto, la única manera en la que podía llamar su atención era fingiendo enfermedades. Él sólo se concentraba en sus fracasos y en ser aburrido y pequeño-pequeño burgués. Hipocondría: innegable defecto woodyallenesco. Hipocondría, fracaso y sangre hebrea: mi herencia. No crecí mal, debería decir bien: me titulé en la UDEM como licenciado en Diseño Gráfico. La mentalidad mercantilista con la que crecí no me permitió estudiar Arte o, tan siquiera, dedicarle a esta más tiempo del que me hubiera gustado.
Pero basta sobre mi historia de orígenes, esto no es Radio Days.
En fin, todo ese lúbrico cúmulo de inseguridades que yo era (o soy) terminó por tener un trabajo bien pagado en una agencia publicitaria, un carro decente con aire acondicionado para trasladarme un par de kilómetros de mi oficina a la casa que rentaba e iba a comprar, un asador para las carnes asadas de los sábados y los partidos de los Rayados (o Tigres, tampoco los odio tanto) o de los Sultanes y una hermosa prometida. Todo era miel sobre hojuelas.
Mis suegros no podían pedir mejor yerno. Nuestras familias se conocían porque unos tíos estudiaron juntos en el Tec a principios de los setentas y porque antes de eso iban a las mismas escuelas católicas. Sin embargo, mi familia, por más tiempo que llevara conviviendo con los magnates de San Pedro, nunca perteneció a su clase. Siempre fuimos medio advenedizos sin serlo, o sin aceptarlo, más bien. Los Pasillo (sustantivo —la familia de Ana—), por otro lado, tenían, desde el Porfiriato no sé qué acciones en la cervecera y en la fundidora. Güeros viejos.
Anita es un amor. Todo lo que jamás pude pedir en una pareja. Es inteligente y cultivada, liberal para su familia. Después de años de un ideal romance regiomontano, se fue al sur de Francia a estudiar un posgrado. Soportamos el tiempo y la distancia y a su llegada al Aeropuerto Internacional Mariano Escobedo le propuse matrimonio. Con la bendición de sus padres puse un anillo con diamante en su anular. De su maestría en psicología en Europa, le quedó el hábito de comer siempre con vino y maldecir en francés. Me parecía encantador que me gritara: ¡Connard de merde! ¡Putain! ¡Bordel! ¡Nique ta race!, cuando pasaba más de media hora pintando o esculpiendo en el estudio-recámara-de-huéspedes-futuro-cuarto-de-bebé.
Todo era ideal: cenas en Centrito, hacer el súper en el H-E-B de Humberto Lobo, caminatas por Paseo San Pedro los domingos, la sirvienta huasteca pagada por los suegros… Convencerlos de mudarnos juntos no fue fácil, pero mi insistencia y seguridad rindió frutos.
Todo marchaba bien durante este primer acto cuando llegó María José, su prima, para dar pie al segundo.
Sonó el timbre de nuestra casa cerca de Gómez Morín. Annie, digo Anita, y yo preparábamos una ensalada de pasta al pesto con parmesano y jamón serrano y ya habíamos abierto una de vin sec de la región en la que ella había hecho su maestría.
La piel tostada y el abundante busto de María José —no sabía que confeccionaban huipiles tan escotados— interrumpió el ritual de juevecitos de amorts.
Anita apenas reconoció a su prima. Después de los incómodos saludos, me fue presentada. Jose (nombre al cual respondía mejor que al de María José) venía de pasada.
—¡Tenemos que hacer la Revolución!— no paraba de decir.
—¿Y mis tíos?— preguntaba Ana fingiendo preocupación.
—¿Cómo pueden comer esta comida pequeño burguesa europeizante, imperialista mientras que a nuestros hermanos tzolziles no les basta con los terrenos del fraudulento reparto agrario de Cárdenas para abastecerse?
Sin embargo, no rechazó el vino que bebió con alegría.
—¿No tienen mezcal artesanal?— después preguntaría.
Se veía cansada, pero su ánimo le daba un aire de fortaleza, impetuosidad.
—Con lo que les costó su cena, una familia lacandona puede comer por tres meses— insistía.
—¿Con que eso te hace un semestre de Antropología en la UNAM?— dijo Ana.
—Estudio en la UAM y son trimestres— se limitó a responder.
Después de haber cenado los tres y con la situación ya aclarada (huía de su familia y posesiones materiales para unirse al EZLN en Chiapas) Ana se fue a dormir con jaqueca. Nos quedamos Jose y yo. Me ofreció un cigarro liado, lo cual me recordó a los que Ana fumaba tras regresar de Francia, pero este era de tabaco orgánico y fair trade de una comuna de mujeres huastecas abandonadas, porque sus maridos se fueron a trabajar al otro lado, en Veracruz. El mareo y relajación del tabaco me recordó a los asquerosos toques de Camel que fumaba en la secundaria para ser chido. Tosí. Pero tosí más cuando el churro de tabaco orgánico cambió a un churro de verdad. Había tenido experiencias previas con las drogas a finales de la preparatoria y a principios de la universidad, el ímpetu de ponerme high se calmó cuando comencé a salir con Anita.
—Siempre he querido pintar sobre pintar, sobre el proceso de creación.
—Qué fuerte.
—Supongo que todo este tiempo he querido pintar sobre nada. Solo expresión, eliminar la representación.
—Suena maestro, maestro.
—Pero nunca he estado ahí, en ese estado, creí tenerlo antes, cuando empezaba.
—O debería decir: suena maestra. No caeré en las convenciones sociales del lenguaje machista.
—Creo que este churro… ¿Todavía le dicen churro a esto, ¿no? me está recordando a esos tiempos.
—Siempre es necesario regresar al estado embrionario para repensar las cosas, replantearse las cosas. El mexicano es el más chingón en todo, sólo es cosa de que se lo proponga. Podemos contra esos cerdos fascistas.
—Sí, pero creo que a lo que voy es que tengo que dejar atrás la mímesis para convertirme en un “pequeño dios”.
—Maestre.
Jose se tomó como tres litros de agua mineral —otros de los encantadores vicios que Ana trajo de Francia— Peña Fiel y recobró los sentidos y me explicó todo sobre el subcomandante. Sentía que seguía sus pasos: norteño que estudia en la capital para después levantar a los oprimidos. Era su misión, se lo había dicho un chamán en Real de Catorce.
De su morral sacó una serie de libros para mí ya conocidos, pero no leídos. El capital, El pequeño libro rojo y Alicia a través del espejo cambiaron mi visión del sistema económico mundial.
Ana pasaba cada segundo que tenía libre planeando la boda. Mis opiniones no eran bienvenidas, confiaba ciegamente en la planeadora. La que le hizo la boda a los Treviño-Charles, solía recordarme para que las dejara en paz a las dos. El tiempo que ella consumía preparando el evento de nuestras vidas (e ignorándome), yo lo empleaba pintando. Me quería redescubrir como artista: encontrar lo que mi genio no había podido expresar después de años de represión pictórica.
Durante esas tensas semanas, que se convirtieron en meses, el estatus de la estadía de Jose pasó de pasajera a indefinida. Argumentaba que sus planes para largarse a Chiapas todavía no estaban completos, que tenía que terminar de alinear sus chakras y encontrar a su nahual. A pesar de que el estudio-recámara-de-huéspedes-futuro-cuarto-de-bebé era donde pintaba, a ella no le importaba el olor a óleo ni mis ataques neuróticocreativos, es más, me aconsejaba (quiero decir: me guiaba) en el proceso mi proceso de autodescubrmiento. Por mi lado, no me molestaba que ella hiciera yoga en ropa interior mientras trabajaba y a Ana todo le era indiferente menos la boda.
Comencé a desarrollar lo que pensé que era un inocente crush por María José. Pasaba más tiempo con ella que con mi futura esposa. Lo interpreté como insulsa distracción emocional antes de unir mi alma con la de Ana para siempre. Jose, con la misma candidez, me correspondía. Hasta el último de sus poros.
El tercer acto
—Son las energías que transmites —respondió cuando le pregunté sobre un libro de terapia psicomágica amorosa terapéutica y reiki alternativo que leía.
—¿Eh?
—Cuando tocas transmites energía, vibras, pensamientos. El cuerpo tocado puede o no corresponder, puede o no comunicar.
Ahora todos los roces accidentales cobraban un sentido más profundo, electrizante.
—¿Es voluntario?
—No. A diferencia del lenguaje hablado, las energías comunican por medio de cargas interiores que no podemos controlar. Es como un lenguaje honesto.
Al terminar la explicación se puso de pie y “accidentalmente” tocó mi brazo con su cadera.
—Ven, te voy a llevar a mi refugio en esta ciudad neoliberal.
Terminamos en el único —según ella— auténtico café zapatista de Monterrey: una antigua casa a medio caer en Barrio Antiguo (“intervenida”), donde, como por arte de magia, se las ingeniaban para servir café requemado.
—Este café me recuerda a mis tiempos con los neo-zapatistas de la UAM Iztapalapa. En un principio pensé que eran revolucionarios con ovarios y huevos de verdad, pero son unos cerdos fascistas que desvirtúan la causa.
Su cuerpo parecía volcarse intencionalmente al mío. Me toca de manera innecesaria, como quien coquetea o como quien quiere transmitir energías de amor. La inocente distracción mental me comía las entrañas. Tenía miedo de que —a manera de vómito verbal— confesara un buen día mi amor por ella.
Esa tarde me preguntó algo intrascendente durante la segunda tasa de café de calcetín (¿o pasamontañas?) chiapaneco. No tenía idea de qué demonios hablaba, estaba embelesado a más no poder. Sabía que nos comunicábamos por ondas, yo ya no podía dominar el habla, pero ella sí, para disimular o porque no estaba enamorado como yo. Balbuceé una respuesta que era nada. No entendió y antes de que pudiera preguntarme qué quería decir le llegó un correo al iPhone. A pesar de que había un letrero que rezaba: no tenemos wifi platiquen entre ustedes, sí que lo tenían y Jose tenía la contraseña gracias a sus encantos y a la afinidad revolucionaria que compartía con los baristas barbones del lugar. Era la primera vez que veía que utilizara su celular para algo que no fuera compartir información sobre movimientos de justicia social en redes sociales. Me sorprendí porque atendió a su celular con el mismo entusiasmo con el que lo hacen los sampetrinos materialistas y consumistas de los que tanto se quejaba. Pasó leyendo y releyendo el mensaje lo que me pareció que fue una eternidad. Sonreía de una manera en la que nunca la había visto sonreír.
—¿Todo bien? —sabía que todo estaba bien, demasiado bien para ella.
—Giovanni me acaba de reenviar el e-mail de confirmación de su vuelo a México.
—¿Quién?
—El compa Giovanni.
Todo era demasiado bueno para ser verdad.
—¿Quién?
—Durante mi sabático en Italia conocí en Roma a un miembro del EZLN internacional. En el fondo creo que todo fue más carnal que otra cosa. Teníamos grandes diferencias sobre teoría del materialismo histórico.
—Pensé que odiabas al materialismo —fue la pendejada que se me ocurrió responder.
—Quiero coger.
—Te dije que no puedo,
—No hemos hecho el amor en mucho tiempo.
—La dieta para la boda.
—¿Eso qué tiene qué ver? Piensa en las calorías que quemaremos.
—María José nos puede escuchar.
¿Por qué la tenía que meter a la ecuación!
—Apenas lleva dos horas meditando, le faltan otras dos y ya sabes que no escucha nada cuando medita.
—¡Todo se escucha! A parte ya me tiene de mal humor. ¿Por qué no se larga de una vez? Si se bañara más que de vez en cuando quizá sería otra historia. Ni desodorante usa. Que se largue de una vez a hacer la revolución. Tal vez me vea obligada de pedirle a mis tíos que vengan a ponerle orden a su vida ya que ella no se puede gobernar a sí misma.
—No grites, recuerda que se escucha todo. Buenas noches.
—Buenas noches.
Esa noche, como tantas otras no podía dormir. Cuando me excitaba, trataba de pensar en Ana, pero las primas heredaron la misma cintura y eso me hacía pensar en ella y pensar en ella me hacía pensar en ella misma cabalgando salvajemente el cuerpo peludo del neozapatista italiano ese. Ni me la podía jalar a gusto porque, efectivamente, todo se escuchaba en esa maldita casa.
La fecha de la boda se acercaba. Jose, a pesar de la hipócrita invitación de Ana, se iba a Chiapas unos días antes del día más importante de mi vida. Me distancié de la pintura como de Jose. Me quedaba claro que “lo nuestro” (si así se le podía llamar a nuestro amor expresado por ondas mentales involuntarias) perdió el encanto cuando me enteré de la existencia de Giovanni. A pesar de que la prima de Ana insistía en la naturaleza corpórea de su relación y su distancia ideológica en términos teóricos, esto en realidad no ayudaba: sólo me los imaginaba haciendo el amor en una cabaña en una zona de gobierno libre en el sur del país y una acalorada discusión sobre posturas marxistas después, la cual únicamente los llevaría a reconciliarse por medio de otra sesión de sexo animal.
El trabajo en la agencia, las carnes asadas los domingos con los suegros, las sombras de Jose por la casa, todo lo viví como muerto por la decepción en mi affaire mental. Si tan sólo hubiéramos cogido, ¿o no? Quizás eso lo hubiera hecho peor. Pensé que mi energía le comunicaba eso a Jose, al parecer no recibió el mensaje. Viví como zombi consolándome con mi boda y el resto de mi feliz vida al lado de Ana.
Un buen día, cercano al fin de la estancia de Jose en mi casa, escuché un llanto apagado salir del estudio. Automáticamente pensé en Jose y no en Anita. Toqué dos veces la puerta y abrí sin esperar una respuesta. Jose lloraba, pero al verme sonrió tratando de ocultar su tristeza. Estaba sentada en el piso en posición de flor de loto, como manifestación de su imparable fortaleza se compuso en cuestión de segundos y enderezó la espalda apuntando hacia mí con sus jóvenes y revolucionarios pechos.
—¿Todo en orden?
—Sí, es nada.
—…
—Giovanni ya no viene. Acabamos de tener una terrible discusión por FaceTime.
—Lo siento tanto —por supuesto que no lo sentía.
—No me importa ir sola, pero quería compartir la experiencia con alguien.
Me miró con ojos de cachorro abandonado.
—Sabes que yo te acompañaría, pero pues tengo que casarme con tu prima y me esperan de lunes a viernes en la oficina…
Rio.
—No te preocupes. No son vacaciones, es trabajo y no necesito a ningún italiano pseudoneozapatista que me impida laborar por la Causa.
—Sabes que me gustaría acompañarte…
—Sí ya lo dijiste. Tranquilo, compa, todo estará bien.
Su semblante cambió de nuevo y un aire de tristeza llenó su cara y yo, por dentro, me rompí. Me coloqué en el suelo a un lado suyo y traté de acercarme para darle un abrazo distante de familiar político, pero a medio camino nuestros labios se encontraron.
Llegó el gran día, no el de la boda, sino en el que María José se iría para siempre de mi vida. Como despedida de su vida consumista decidió tomar un uber al aeropuerto. No tenía opción de todas maneras, Ana estaba demasiado ocupada con la boda como para llevarla al aeropuerto y yo no tenía la fuerza para hacerlo: me consumía el hecho de haberme (medio)involucrado con la prima de la que en unos días sería mi compañera de vida por el resto de mis días. Aunque, para mi tranquilidad, el beso (porque fue eso y nada más) no fue nunca mencionado, las energías que compartíamos y que no podíamos expresar me comían el cerebro.
Salió de la casa, sin emotivas despedidas, en la mañana y no fue sino hasta el mediodía, mientras Ana me enseñaba un blueprint del acomodo de las mesas para la recepción con los cambios de último minuto (del cual mi opinión, en todo caso, iba a ser invalidada), que me decidí a ir a buscarla al aeropuerto. No se me ocurrió que su avión de seguro ya sobrevolaba el centro del país para esa hora hasta que llegué al aeropuerto. Mientras buscaba desesperadamente en la pantalla de salidas/departures un vuelo a Chiapas sentía una electrizante mano tomarme del brazo por detrás. No pude ocultar mi alegría al ver a Jose sonriendo mientras se acercaba para abrazarme.
—¿Te decidiste a venir conmigo a Chiapas!
—¿Eh? Sí. Vámonos, no puedo esperar.
—Me alegra que hayas escuchado a tu corazón.
—Pero, ¿tú avión a qué hora sale?
—Dentro de unas cuantas horas, sólo estoy esperando a que llegue…
Un par de peludos brazos bronceados por las playas italianas tomó juguetonamente y de sorpresa por la cintura a Jose.
A manera de epílogo
Llevo una semana con fiebre y sudoraciones gracias a la tifoidea que contraje en un Caracol de la Sierra Alta de Chiapas. Giovanni, quien, por cierto, es médico, dice que estaré bien con medicinas y reposo; mientras tanto, ellos dos salvan al mundo, cultivan café y hacen el amor de la manera más escandalosa posible.
[Poner esto en testimonio como uno de Andrea la madriki de cómo le conté]
El verdadero apellido de Woody Allen es Königsberg.
De acuerdo con la RAE, regiomontano tiene tres acepciones:
1. adj. Natural de Monterrey, capital del estado de Nuevo León, en México. U. t. c.s.
2. adj. Natural de Königsberg, ciudad de la antigua Prusia oriental. U. t. c. s.
3. adj. Perteneciente o relativo a Monterrey, a Königsberg o a los regiomontanos.
¡PUM! Primera evidencia infalible que yo, buen regiomontano que soy, tengo mucho en común con el director. En realidad, no pienso enlistar las evidencias. Pero es innegable que ambos compartimos sangre. Ambos somos de ascendencia judía. Él azkenazi, yo sefardí. Pero hijos de Abraham a fin de cuentas. ¿Por qué? Me apellido Garza Montemayor. No debería decir más, pero ahí les va la explicación a los gentiles: la ciudad de Monterrey fue fundada dos veces antes de su establecimiento definitivo por Don Diego de Montemayor. Todos los fundadores (incluyendo al último) eran portugueses de abolengo judío-español, quienes probablemente huyeron de Sefarad después del Edicto de Granada. En la primera etapa de la Colonia, cuando esta apenas se formaba, todavía quedaban vastos territorios al norte de México por conquistar. Un permiso, de seguro ganado por medio de mordidas —porque no podían colonizar sino cristianos viejos que fueran de estirpe católico-visigoda comprobable por los cuatro costados—, fue otorgado a esos loquillos criptojudíos para poblar el territorio nosécuantas leguas tierra adentro al norte del Pánuco. De Saltillo, ciudad bien blanca a pesar de los esclavos tlaxcaltecas, partieron las expediciones. Finalmente, a finales del XVI, se logró la fundación perentoria de la ciudad. Muchas de las familias que acompañaron a estos conquistadores eran también de origen marrano.
Los judíos en Europa, como es bien sabido, tomaron apellidos de cosas para dejar de llamarse: hijo de Isaac, hijo de David, hijo de Abraham, hijo de… Garza, faltaba menos, es un sustantivo. Ahora que estamos en esto de los hijos, por lado materno soy Benavides (sí, así como las famosas farmacias), Ben (hijo de en hebreo —similar al Bin de los árabes, por ejemplo: Bin Laden—) hijo de Vides, o quizá mejor conocido por su grafía Vidas, nombre sefardí que resuena en el Poema del Mio Cid. Coincidencia, no lo creo.
Bueno, el caso es que mis ancestros hebreos se le adelantaron como por cuatro siglos a los de Königsberg. Para cuando los Garza criaban cabras en San Pedro (née Valle de San Pedro de los Nogales) y descansaban los sábados, por costumbre, en lo que sería Manhattan ni siquiera se pensaba en Nieuw Amsterdam.
Ya no somos creyentes, ni vamos a Israel para hacer el servicio militar, pero somos cultural jews.
Regresemos al tiempo que nos concierne. Algo verdaderamente cervantesco me aconteció. Después de ver todas las películas de Woody Allen, en menos de dos meses, concluí que yo no era sino el mismo Woody Allen. Suena extraño, lo sé, pero no hay otra manera de verlo: YO, ADRIÁN PATRICIO GARZA MONTEMAYOR, SOY WOODY ALLEN.
Todos los eventos que me han acontecido y que me han llevado a este estado de degradación psicológica e intestinal son meramente allensianos (permítaseme el neologismo).
Bien, todo empieza en el primer acto de esta película dividida en tres que es mi vida.
Soy sampetrino, de esa poco reconocida clase media de la capital financiera del Norte. Paliducho, narizón, miope: Allen. Durante toda mi vida fui torpe, libidinoso, pero poco hábil con las mujeres, enamoradizo y neurótico. Crecí siendo un octogenario con la libido de un preadolescente. Mi padre fue un doctor (debería de decir médico porque fracasó y se quedó como médico general); por lo tanto, la única manera en la que podía llamar su atención era fingiendo enfermedades. Él sólo se concentraba en sus fracasos y en ser aburrido y pequeño-pequeño burgués. Hipocondría: innegable defecto woodyallenesco. Hipocondría, fracaso y sangre hebrea: mi herencia. No crecí mal, debería decir bien: me titulé en la UDEM como licenciado en Diseño Gráfico. La mentalidad mercantilista con la que crecí no me permitió estudiar Arte o, tan siquiera, dedicarle a esta más tiempo del que me hubiera gustado.
Pero basta sobre mi historia de orígenes, esto no es Radio Days.
En fin, todo ese lúbrico cúmulo de inseguridades que yo era (o soy) terminó por tener un trabajo bien pagado en una agencia publicitaria, un carro decente con aire acondicionado para trasladarme un par de kilómetros de mi oficina a la casa que rentaba e iba a comprar, un asador para las carnes asadas de los sábados y los partidos de los Rayados (o Tigres, tampoco los odio tanto) o de los Sultanes y una hermosa prometida. Todo era miel sobre hojuelas.
Mis suegros no podían pedir mejor yerno. Nuestras familias se conocían porque unos tíos estudiaron juntos en el Tec a principios de los setentas y porque antes de eso iban a las mismas escuelas católicas. Sin embargo, mi familia, por más tiempo que llevara conviviendo con los magnates de San Pedro, nunca perteneció a su clase. Siempre fuimos medio advenedizos sin serlo, o sin aceptarlo, más bien. Los Pasillo (sustantivo —la familia de Ana—), por otro lado, tenían, desde el Porfiriato no sé qué acciones en la cervecera y en la fundidora. Güeros viejos.
Anita es un amor. Todo lo que jamás pude pedir en una pareja. Es inteligente y cultivada, liberal para su familia. Después de años de un ideal romance regiomontano, se fue al sur de Francia a estudiar un posgrado. Soportamos el tiempo y la distancia y a su llegada al Aeropuerto Internacional Mariano Escobedo le propuse matrimonio. Con la bendición de sus padres puse un anillo con diamante en su anular. De su maestría en psicología en Europa, le quedó el hábito de comer siempre con vino y maldecir en francés. Me parecía encantador que me gritara: ¡Connard de merde! ¡Putain! ¡Bordel! ¡Nique ta race!, cuando pasaba más de media hora pintando o esculpiendo en el estudio-recámara-de-huéspedes-futuro-cuarto-de-bebé.
Todo era ideal: cenas en Centrito, hacer el súper en el H-E-B de Humberto Lobo, caminatas por Paseo San Pedro los domingos, la sirvienta huasteca pagada por los suegros… Convencerlos de mudarnos juntos no fue fácil, pero mi insistencia y seguridad rindió frutos.
Todo marchaba bien durante este primer acto cuando llegó María José, su prima, para dar pie al segundo.
Sonó el timbre de nuestra casa cerca de Gómez Morín. Annie, digo Anita, y yo preparábamos una ensalada de pasta al pesto con parmesano y jamón serrano y ya habíamos abierto una de vin sec de la región en la que ella había hecho su maestría.
La piel tostada y el abundante busto de María José —no sabía que confeccionaban huipiles tan escotados— interrumpió el ritual de juevecitos de amorts.
Anita apenas reconoció a su prima. Después de los incómodos saludos, me fue presentada. Jose (nombre al cual respondía mejor que al de María José) venía de pasada.
—¡Tenemos que hacer la Revolución!— no paraba de decir.
—¿Y mis tíos?— preguntaba Ana fingiendo preocupación.
—¿Cómo pueden comer esta comida pequeño burguesa europeizante, imperialista mientras que a nuestros hermanos tzolziles no les basta con los terrenos del fraudulento reparto agrario de Cárdenas para abastecerse?
Sin embargo, no rechazó el vino que bebió con alegría.
—¿No tienen mezcal artesanal?— después preguntaría.
Se veía cansada, pero su ánimo le daba un aire de fortaleza, impetuosidad.
—Con lo que les costó su cena, una familia lacandona puede comer por tres meses— insistía.
—¿Con que eso te hace un semestre de Antropología en la UNAM?— dijo Ana.
—Estudio en la UAM y son trimestres— se limitó a responder.
Después de haber cenado los tres y con la situación ya aclarada (huía de su familia y posesiones materiales para unirse al EZLN en Chiapas) Ana se fue a dormir con jaqueca. Nos quedamos Jose y yo. Me ofreció un cigarro liado, lo cual me recordó a los que Ana fumaba tras regresar de Francia, pero este era de tabaco orgánico y fair trade de una comuna de mujeres huastecas abandonadas, porque sus maridos se fueron a trabajar al otro lado, en Veracruz. El mareo y relajación del tabaco me recordó a los asquerosos toques de Camel que fumaba en la secundaria para ser chido. Tosí. Pero tosí más cuando el churro de tabaco orgánico cambió a un churro de verdad. Había tenido experiencias previas con las drogas a finales de la preparatoria y a principios de la universidad, el ímpetu de ponerme high se calmó cuando comencé a salir con Anita.
—Siempre he querido pintar sobre pintar, sobre el proceso de creación.
—Qué fuerte.
—Supongo que todo este tiempo he querido pintar sobre nada. Solo expresión, eliminar la representación.
—Suena maestro, maestro.
—Pero nunca he estado ahí, en ese estado, creí tenerlo antes, cuando empezaba.
—O debería decir: suena maestra. No caeré en las convenciones sociales del lenguaje machista.
—Creo que este churro… ¿Todavía le dicen churro a esto, ¿no? me está recordando a esos tiempos.
—Siempre es necesario regresar al estado embrionario para repensar las cosas, replantearse las cosas. El mexicano es el más chingón en todo, sólo es cosa de que se lo proponga. Podemos contra esos cerdos fascistas.
—Sí, pero creo que a lo que voy es que tengo que dejar atrás la mímesis para convertirme en un “pequeño dios”.
—Maestre.
Jose se tomó como tres litros de agua mineral —otros de los encantadores vicios que Ana trajo de Francia— Peña Fiel y recobró los sentidos y me explicó todo sobre el subcomandante. Sentía que seguía sus pasos: norteño que estudia en la capital para después levantar a los oprimidos. Era su misión, se lo había dicho un chamán en Real de Catorce.
De su morral sacó una serie de libros para mí ya conocidos, pero no leídos. El capital, El pequeño libro rojo y Alicia a través del espejo cambiaron mi visión del sistema económico mundial.
Ana pasaba cada segundo que tenía libre planeando la boda. Mis opiniones no eran bienvenidas, confiaba ciegamente en la planeadora. La que le hizo la boda a los Treviño-Charles, solía recordarme para que las dejara en paz a las dos. El tiempo que ella consumía preparando el evento de nuestras vidas (e ignorándome), yo lo empleaba pintando. Me quería redescubrir como artista: encontrar lo que mi genio no había podido expresar después de años de represión pictórica.
Durante esas tensas semanas, que se convirtieron en meses, el estatus de la estadía de Jose pasó de pasajera a indefinida. Argumentaba que sus planes para largarse a Chiapas todavía no estaban completos, que tenía que terminar de alinear sus chakras y encontrar a su nahual. A pesar de que el estudio-recámara-de-huéspedes-futuro-cuarto-de-bebé era donde pintaba, a ella no le importaba el olor a óleo ni mis ataques neuróticocreativos, es más, me aconsejaba (quiero decir: me guiaba) en el proceso mi proceso de autodescubrmiento. Por mi lado, no me molestaba que ella hiciera yoga en ropa interior mientras trabajaba y a Ana todo le era indiferente menos la boda.
Comencé a desarrollar lo que pensé que era un inocente crush por María José. Pasaba más tiempo con ella que con mi futura esposa. Lo interpreté como insulsa distracción emocional antes de unir mi alma con la de Ana para siempre. Jose, con la misma candidez, me correspondía. Hasta el último de sus poros.
El tercer acto
—Son las energías que transmites —respondió cuando le pregunté sobre un libro de terapia psicomágica amorosa terapéutica y reiki alternativo que leía.
—¿Eh?
—Cuando tocas transmites energía, vibras, pensamientos. El cuerpo tocado puede o no corresponder, puede o no comunicar.
Ahora todos los roces accidentales cobraban un sentido más profundo, electrizante.
—¿Es voluntario?
—No. A diferencia del lenguaje hablado, las energías comunican por medio de cargas interiores que no podemos controlar. Es como un lenguaje honesto.
Al terminar la explicación se puso de pie y “accidentalmente” tocó mi brazo con su cadera.
—Ven, te voy a llevar a mi refugio en esta ciudad neoliberal.
Terminamos en el único —según ella— auténtico café zapatista de Monterrey: una antigua casa a medio caer en Barrio Antiguo (“intervenida”), donde, como por arte de magia, se las ingeniaban para servir café requemado.
—Este café me recuerda a mis tiempos con los neo-zapatistas de la UAM Iztapalapa. En un principio pensé que eran revolucionarios con ovarios y huevos de verdad, pero son unos cerdos fascistas que desvirtúan la causa.
Su cuerpo parecía volcarse intencionalmente al mío. Me toca de manera innecesaria, como quien coquetea o como quien quiere transmitir energías de amor. La inocente distracción mental me comía las entrañas. Tenía miedo de que —a manera de vómito verbal— confesara un buen día mi amor por ella.
Esa tarde me preguntó algo intrascendente durante la segunda tasa de café de calcetín (¿o pasamontañas?) chiapaneco. No tenía idea de qué demonios hablaba, estaba embelesado a más no poder. Sabía que nos comunicábamos por ondas, yo ya no podía dominar el habla, pero ella sí, para disimular o porque no estaba enamorado como yo. Balbuceé una respuesta que era nada. No entendió y antes de que pudiera preguntarme qué quería decir le llegó un correo al iPhone. A pesar de que había un letrero que rezaba: no tenemos wifi platiquen entre ustedes, sí que lo tenían y Jose tenía la contraseña gracias a sus encantos y a la afinidad revolucionaria que compartía con los baristas barbones del lugar. Era la primera vez que veía que utilizara su celular para algo que no fuera compartir información sobre movimientos de justicia social en redes sociales. Me sorprendí porque atendió a su celular con el mismo entusiasmo con el que lo hacen los sampetrinos materialistas y consumistas de los que tanto se quejaba. Pasó leyendo y releyendo el mensaje lo que me pareció que fue una eternidad. Sonreía de una manera en la que nunca la había visto sonreír.
—¿Todo bien? —sabía que todo estaba bien, demasiado bien para ella.
—Giovanni me acaba de reenviar el e-mail de confirmación de su vuelo a México.
—¿Quién?
—El compa Giovanni.
Todo era demasiado bueno para ser verdad.
—¿Quién?
—Durante mi sabático en Italia conocí en Roma a un miembro del EZLN internacional. En el fondo creo que todo fue más carnal que otra cosa. Teníamos grandes diferencias sobre teoría del materialismo histórico.
—Pensé que odiabas al materialismo —fue la pendejada que se me ocurrió responder.
—Quiero coger.
—Te dije que no puedo,
—No hemos hecho el amor en mucho tiempo.
—La dieta para la boda.
—¿Eso qué tiene qué ver? Piensa en las calorías que quemaremos.
—María José nos puede escuchar.
¿Por qué la tenía que meter a la ecuación!
—Apenas lleva dos horas meditando, le faltan otras dos y ya sabes que no escucha nada cuando medita.
—¡Todo se escucha! A parte ya me tiene de mal humor. ¿Por qué no se larga de una vez? Si se bañara más que de vez en cuando quizá sería otra historia. Ni desodorante usa. Que se largue de una vez a hacer la revolución. Tal vez me vea obligada de pedirle a mis tíos que vengan a ponerle orden a su vida ya que ella no se puede gobernar a sí misma.
—No grites, recuerda que se escucha todo. Buenas noches.
—Buenas noches.
Esa noche, como tantas otras no podía dormir. Cuando me excitaba, trataba de pensar en Ana, pero las primas heredaron la misma cintura y eso me hacía pensar en ella y pensar en ella me hacía pensar en ella misma cabalgando salvajemente el cuerpo peludo del neozapatista italiano ese. Ni me la podía jalar a gusto porque, efectivamente, todo se escuchaba en esa maldita casa.
La fecha de la boda se acercaba. Jose, a pesar de la hipócrita invitación de Ana, se iba a Chiapas unos días antes del día más importante de mi vida. Me distancié de la pintura como de Jose. Me quedaba claro que “lo nuestro” (si así se le podía llamar a nuestro amor expresado por ondas mentales involuntarias) perdió el encanto cuando me enteré de la existencia de Giovanni. A pesar de que la prima de Ana insistía en la naturaleza corpórea de su relación y su distancia ideológica en términos teóricos, esto en realidad no ayudaba: sólo me los imaginaba haciendo el amor en una cabaña en una zona de gobierno libre en el sur del país y una acalorada discusión sobre posturas marxistas después, la cual únicamente los llevaría a reconciliarse por medio de otra sesión de sexo animal.
El trabajo en la agencia, las carnes asadas los domingos con los suegros, las sombras de Jose por la casa, todo lo viví como muerto por la decepción en mi affaire mental. Si tan sólo hubiéramos cogido, ¿o no? Quizás eso lo hubiera hecho peor. Pensé que mi energía le comunicaba eso a Jose, al parecer no recibió el mensaje. Viví como zombi consolándome con mi boda y el resto de mi feliz vida al lado de Ana.
Un buen día, cercano al fin de la estancia de Jose en mi casa, escuché un llanto apagado salir del estudio. Automáticamente pensé en Jose y no en Anita. Toqué dos veces la puerta y abrí sin esperar una respuesta. Jose lloraba, pero al verme sonrió tratando de ocultar su tristeza. Estaba sentada en el piso en posición de flor de loto, como manifestación de su imparable fortaleza se compuso en cuestión de segundos y enderezó la espalda apuntando hacia mí con sus jóvenes y revolucionarios pechos.
—¿Todo en orden?
—Sí, es nada.
—…
—Giovanni ya no viene. Acabamos de tener una terrible discusión por FaceTime.
—Lo siento tanto —por supuesto que no lo sentía.
—No me importa ir sola, pero quería compartir la experiencia con alguien.
Me miró con ojos de cachorro abandonado.
—Sabes que yo te acompañaría, pero pues tengo que casarme con tu prima y me esperan de lunes a viernes en la oficina…
Rio.
—No te preocupes. No son vacaciones, es trabajo y no necesito a ningún italiano pseudoneozapatista que me impida laborar por la Causa.
—Sabes que me gustaría acompañarte…
—Sí ya lo dijiste. Tranquilo, compa, todo estará bien.
Su semblante cambió de nuevo y un aire de tristeza llenó su cara y yo, por dentro, me rompí. Me coloqué en el suelo a un lado suyo y traté de acercarme para darle un abrazo distante de familiar político, pero a medio camino nuestros labios se encontraron.
Llegó el gran día, no el de la boda, sino en el que María José se iría para siempre de mi vida. Como despedida de su vida consumista decidió tomar un uber al aeropuerto. No tenía opción de todas maneras, Ana estaba demasiado ocupada con la boda como para llevarla al aeropuerto y yo no tenía la fuerza para hacerlo: me consumía el hecho de haberme (medio)involucrado con la prima de la que en unos días sería mi compañera de vida por el resto de mis días. Aunque, para mi tranquilidad, el beso (porque fue eso y nada más) no fue nunca mencionado, las energías que compartíamos y que no podíamos expresar me comían el cerebro.
Salió de la casa, sin emotivas despedidas, en la mañana y no fue sino hasta el mediodía, mientras Ana me enseñaba un blueprint del acomodo de las mesas para la recepción con los cambios de último minuto (del cual mi opinión, en todo caso, iba a ser invalidada), que me decidí a ir a buscarla al aeropuerto. No se me ocurrió que su avión de seguro ya sobrevolaba el centro del país para esa hora hasta que llegué al aeropuerto. Mientras buscaba desesperadamente en la pantalla de salidas/departures un vuelo a Chiapas sentía una electrizante mano tomarme del brazo por detrás. No pude ocultar mi alegría al ver a Jose sonriendo mientras se acercaba para abrazarme.
—¿Te decidiste a venir conmigo a Chiapas!
—¿Eh? Sí. Vámonos, no puedo esperar.
—Me alegra que hayas escuchado a tu corazón.
—Pero, ¿tú avión a qué hora sale?
—Dentro de unas cuantas horas, sólo estoy esperando a que llegue…
Un par de peludos brazos bronceados por las playas italianas tomó juguetonamente y de sorpresa por la cintura a Jose.
A manera de epílogo
Llevo una semana con fiebre y sudoraciones gracias a la tifoidea que contraje en un Caracol de la Sierra Alta de Chiapas. Giovanni, quien, por cierto, es médico, dice que estaré bien con medicinas y reposo; mientras tanto, ellos dos salvan al mundo, cultivan café y hacen el amor de la manera más escandalosa posible.
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