Migraciones involuntarias

Existen algunas reglas que se conocen regularmente entre los transeúntes que hacen como que saben hacia dónde se dirigen, o como si de verdad quieran ir hacia donde van. Realmente no se sabe quién impuso estas reglas, quizá la cortesía, la decencia, o el sentido común, quien sea que haya llegado primero a la escritura de aquellos códigos, siempre y cuando códigos sea la denominación correcta de tales galimatías, que fueron plasmados en las piedras de las cavernas donde habitaban los primeros intentos del humano, que sabemos que en intento quedaron, puesto que, poco a poco, si es que pocos se pueden contar ciento cincuenta mil años, al menos tan rápido como los pensamos antes de decirlos, estos mismos elaboradores de dichas reglas han contribuido en gran medida para dejar de ser un intento y alcanzar algún peldaño superior al que se fue en un principio, con la perseverancia constante, que nos excusen los automarginados, de querer dejar de serlo.
Antes de introducir a Diágolo, personaje más relevante que los antes mencionados, al menos para este relato y no para auxiliar a nuestros lejanos familiares en su trepe de los peldaños, debe quedar señalado, o al menos en el listado de pendientes que uno puede mantener en los recovecos de la consciencia, si es que este listado no toca ya la puerta de la inconsciencia, de que ciertas reglas son impuestas propiamente y no se hacen del conocimiento del respetable auditorio. Quizá estas reglas sean más bienvenidas en algunas personas, siendo estas las meras mismas que las imponen, mientras que pueden ser catalogadas como invasivas, superfluas, o, peor aún, y toquemos madera, incorrectas por aquellas que no se rigen por tales reglas, por lo que, para mantener el bolsillo intacto, vale más no meter la mano a contar cuánto cambio nos queda, no vaya a ser que, en un descuido, demos feria de más.
Retomando el tema importante y al señalado Diágolo, a quien, aunque no olvidado, se le nota el desgaste de tanto esperar su relato, procederemos a hacer mención de lo que le ha acontecido gracias a sus reglas impuestas en algún momento desde hace ciento cincuenta mil años, que, aunque teniendo el conocimiento del momento exacto con fecha, día, hora, y ubicación de los acontecimientos, no es relevante pinchar con un alfiler la línea del tiempo que por ahora nos compete, por lo que saltaremos directo al renglón.
Cuando Diágolo caminaba por las banquetas de esta orilla y de la otra, siempre se hacía el favor de regirse por las reglas que se conocen aquí y allá, además de las que él elaboró para sí mismo, siendo estas caminar por el lado derecho de la banqueta siguiendo la dirección de los carros, nunca pisar las líneas que dividen los cuadrantes de la banqueta, y siempre, enfaticemos la cuestión temporal, siempre cruzar la calle por el paso peatonal. En algún momento, decíamos que no es importante el detalle, Diágolo atravesaba la calle para saludar a aquella compañera de la que no se supo más terminado el grado universitario, a aquella vecina que sufrió varios desembolsos por la reparación de los vidrios rotos de su casa, cortesía de numerosos severos balonazos dosificados por el tremendo pie izquierdo de este hombre llamado Diágolo, e inclusive, atravesaba la calle para saludar a aquellos sinodales que lo hicieron sudar como monja en convento con esas imprevistas preguntas que ni ellos mismos saben su para qué ni su por qué. Cuando atravesaba la calle por uno de estos motivos, o algún otro no mencionado, nunca se fijaba en ninguna dirección, la felicidad y la añoranza eran tales que se formaban como dos vallas negras que reducían su campo visual a lo más primitivo y era como si fuera a lanzar su arma para cazar a su presa, por lo que, cuando lo hizo una, dos, tres veces, casi lo recetan con un violento choque uno, dos, tres carros. Qué no te importas, preguntaba el del primer carro, De verdad que eres bruto, insultaba la del segundo carro, Diágolo, vaya que eres ciego, lo discapacitó la tercera, Ah, eres tú, dijo un Diágolo sonriente, mientras se acercaba al mismo carro para saludar a quien reconoció como la vecina de los vidrios rotos. 
Las primeras dos reglas fueron elaboradas por Diágolo en su infancia, con gran contribución del amor paternal a quien hacemos mención honorífica e invitamos a que tome el asiento que desocupó Diágolo para que sepa que aún le reconocemos su grata presencia. El caminar del lado derecho se lo justificó debido a la lejanía que mantiene con la calle y la circulación de los vehículos. Aquí predomina ese instinto que data incluso desde antes de los mencionados intentos del humano, en el cual prevalece la supervivencia de la especie, por lo que el amor paternal no puso resistencia alguna cuando el instinto de supervivencia se le acercó con un contrato titulado Supervivencia peatonal y la longevidad de la vida, y así quedó fijada la primera regla. Nunca pisar las líneas que dividen los cuadrantes de la banqueta es una regla que bien podría ser considerada una superstición, pero para Diágolo es una prueba firme de que él mantiene nombre y apellido, ya que, en algún momento, su padre, que realmente sabemos que es el amor paternal en su epítome, le había dicho que, si él pisase una línea, si su pie hiciese el más mínimo contacto con las líneas que dividen los cuadrantes de la banqueta, Diágolo podría ver sus orejas convertidas en las de un ratón. Dado que Diágolo se rige fuertemente por esta regla, o superstición, no podremos comprobar, ni ahora ni más adelante, si en verdad esto a lo que tanto teme llega a suceder, por lo que no hay manera de desacreditarlo ni a sus creencias, así que lo dejaremos en paz ante esta temerosa cuestión. La tercera regla ha sido relatada unas cuantas líneas más arriba, por lo que no se considera necesario repetir el origen de su concepción y se exhorta a releer el pasaje, siempre y cuando la memoria y la atención hayan traicionado a la lectora y hayan desatendido el momento de la lectura.
Dicho todo lo anterior, podemos estar seguros de que la tercia de reglas aplica en este momento, cuando Diágolo sale de su casa, no sin antes fijarse en dónde coloca el primer pie en la banqueta, por lo que vemos desde donde estamos a un sujeto con un curioso caminar, como un inepto en el arte del baile, siguiendo el compás de la música y tropezando con el largo vestido de su avergonzada pareja, quien le dice Diágolo, qué tienes, y el otro, aliviado por su entera forma humana, calma con un Nada, querida, todo en orden. Diágolo sigue con su curioso paso a lo largo del lado derecho del camino que lo llevará al banco, a la biblioteca, al encuentro con su avergonzada pareja, a donde se dirija este tropezado hombre, y llega al primer cruce de la calle, el cual pasa relajadamente por el paso peatonal, puesto que las líneas que dividen los cuadrantes de la banqueta perecen siempre que se llega a la calle. Sigue su trayecto por aquí, luego por allá, cuidado con líneas que dividen los cuadrantes de la banqueta, Diágolo, en este relato eres completamente humano. Mientras camina lo aquí relatado, una diaria consternación invade su mente siempre alerta. Sabe que se avecina La Encrucijada, y nos atrevemos a escribirlo con mayúscula para diferirlo de la encrucijada común y corriente que la lectora puede enfrentar cotidianamente y cruzarla con el más pueril de los esfuerzos, esta no es la encrucijada, es La Encrucijada, Qué lío es este mío, de lunes a domingo, todos los días, reclama Diágolo a quien sea que lo escuche y que propiamente lo ignora, Este tipo estará loco, piensa la persona al lado suyo, y no se equivoca, si Diágolo le compartiese sus reglas estamos seguros de que estaría dispuesta a desaparecer completamente de este relato sin dejar rastro alguno, y, para evitar más confusiones de las que probablemente ya se hayan concebido, haremos acto de omisión en lo que a las reglas de este concienzudo hombre respecta. 
La Encrucijada verdaderamente representa un reto no solo para Diágolo, sino para cualquiera que se digne a verla a los ojos, a pisar su turbio costillar, a cruzar su enramado espinazo. Digamos que La Encrucijada es como el chino, sin referir ni ofender al asiático sujeto que ahora nos intimida con su mirada, reclamándonos qué tiene él de complicado, si soy un sujeto hecho y derecho que solo camina por encima de la banqueta cuando debe caminar por encima de ella, que espera a que la luz del disco se torne verdosa para cruzar la calle, que no usa palillos chinos para comer, tranquilo, hombre, no hablamos de usted, sino de su complicado lenguaje que tanto acongoja e intriga, ya que, se podrá preguntar alguien, en qué momento y cómo fue que ocurrió el designio de los símbolos para expresar lo que alguien pudiera querer decir, sea que quiera decirlo o que le digan que lo diga. Podría hacerse el atrevimiento de preguntarle al sujeto chino si está al tanto de esta información que tanto puede intrigar, sin embargo, se estaría tomando un riesgo, un tanto innecesario, de molestar al compañero y tener que incurrir en una delicada y sincera carta de disculpa para la que no hay espacio en este demorado relato. Decíamos que La Encrucijada es complicada, las líneas peatonales se disuelven bajo el oscilar de las llantas y de los vehículos que ellas arrastran, los señalamientos los ha doblegado el tiempo, el agua, la vandalización de la propiedad municipal, los conductores se animalizan al acercarse a La Encrucijada por el complicado hecho de que existen semáforos para los transeúntes, mientras que para los conductores no hay semaforización, si se nos permite la creación de la palabra y su empleo para este complejo cruce que ha hecho aún más complejo este relato, el cual tememos que se ha convertido, además, en tedioso, así que se apurará el paso para llegar al punto.
Volviendo al tema de La Encrucijada y a Diágolo, no lo olvidemos, lo que este hombre debe hacer para cruzarla y salir vivo de ella es caminar hacia allá dos cuadras, voltear en la esquina para la izquierda, cruzar la calle, subir a la rotonda, cruzarla por en medio, no ofendamos a Pitágoras, ir por el paso peatonal de la derecha para cruzar hacia la izquierda, seguir hacia adelante, girar a la derecha en ese cruce, no, ese no, el siguiente, volver a cruzar la calle para llegar al siguiente cruce, y, al fin, llegar a su destino. Recordemos que Diágolo aún mantiene su entera forma humana gracias a su regla número dos mencionada previamente, por lo que la complicación aumenta, aunque esta sea impuesta voluntariamente por él.
Lo que hoy enfrenta este hombre Diágolo en alguno de esos cruces, no entraremos en complicados detalles que usted pudo entender, si es que este narrador hizo su trabajo como se lo manda el autor, es ver a tres cebras recostadas y muertas que encajan perfectamente en el difuminado paso peatonal, por lo que solo se percata de estos animalitos cuando gira su vista de la banqueta al semáforo que está en el fondo. Qué habrá pasado, se pregunta Diágolo, perplejo por los hechos de ver este tipo de animal por primera vez en su vida, de verlos muertos en la calle, no cualquiera, sino en La Encrucijada, y de la parsimonia que la bicromía permitía apreciar desde el lugar en el que él se encontraba. Debo cruzar, se repetía mentalmente este hombre, como si fuera imposición involuntaria esta de ignorar el curioso estado del cruce, No puedes, respondiose a sí mismo, está bloqueado el paso, Necesito hacerlo, debatió el primer Diágolo, Deberás regresar, Regresar, ni loco, No ves otra manera, Es solo este cruce, creo que puedo hacerlo, Crees o estás seguro, No lo sé, solo sé que debo hacerlo, Sí, debes cruzar, pero no por aquí, tus reglas, recuérdalas, Lo sé, pero regresar es un lío, Tus reglas, Tengo que regresar. Diágolo se convenció a sí mismo y giró para regresar a su punto de partida original, cosa que lo obligaría a tomar una ruta distinta a esta que describimos, que lo retrasaría más del doble para llegar a su destino, que pondría en peligro su entera forma humana, que lo obligaría a volver a caminar La Encrucijada. Debo cruzar, renegó timorato, Haz lo que quieras, dijo el otro Diágolo y se calló. Diágolo volvió a girar y bajó el pie a la calle que se conectaba con el paso peatonal, en el que dio el segundo paso antes de dar con el primer animal y hacer así con la pierna para saltarlo, un paso, otro paso, el segundo animal, un paso, otro paso, el tercer animal. Concluida la hazaña, volteó a ver la pista de obstáculos que, en su versión minimalista, no requirió más que hacer así con la pierna, pero para Diágolo representó el día en que desafió una de las tres reglas que regía su vida. El paso peatonal no era enteramente peatonal, sino animal también, por lo que un súbito cambiar de parecer se apoderó de Diágolo, quizá fue la holgazanería intentando hospedarse en su telarañoso cuarto dentro de Diágolo, o la practicidad buscando un armisticio con su previo anfitrión.
Al derivar en el último obstáculo, la tercera cebra, Diágolo se mostró confundido al ver un pequeño brillar en los ojos de la cebra, como si estos se aferraran al imperceptible y casi nulo respirar del animal. Diágolo decidió acercarse para apreciarlos mejor, creía que tenían algo que decirle, un último deseo, por lo que se atrevió a acostarse en el cruce para poder responderle de frente y comenzó a buscar lo que le decían. Dicen los ojos que hay cosas que nunca serán dichas por la boca, por lo que ellos mismos se toman el tiempo de depurar la flaqueza de los argumentos y arremeten con la verdad para que se diga todo lo que hay que decir. En ellos, la cebra le habló de las cavernas, de cómo ellas estaban inmersas en sus murales, de lo que duran ciento cincuenta mil años, de La Encrucijada, de la migración de los murales al paso peatonal, de la sintonía entre el blanco y el negro, de todas las reglas que hubo, de las que hay, de las que habrá, y de las que siempre se será un mísero esclavo. Diágolo volvió en sí. No se inmutó, solo se percató de su plano respirar y de que estaba recostado sobre el paso peatonal, con lágrimas en los ojos tan densas que parecían sangre. Solo pudo notar que aquello que se deslizaba por su mejilla lo hacía lentamente, como si lo hiciese con reluctancia para evitar dar a conocer su composición.
Arribaron al lugar las personas obligadas a levantar a los animales, en donde los obstáculos y la vista de un sujeto con lágrimas de sangre llamaron la atención del público, todos estaban alrededor, los medios, los mirones, los que llaman a su amiga para comentarle que hay tres cebras y un hombre llorando sangre recostados en la calle, los que bailan curioso, los universitarios graduados, los que tienen los vidrios rotos, los sinodales, los que viven en conventos, los que tienen sus propias reglas, todos tuvieron que hacerse a un lado para dejar pasar a las personas obligadas a levantar a los animales, Descripción del suceso, preguntó la del peritaje, Parece que este hombre ha muerto sorprendido, respondió la encargada, sin estar aún segura de lo acontecido, Sorprendido, preguntó incrédula la perita, Vea sus ojos, nunca mienten, Qué pudo haber sorprendido a este hombre, Algo le habrán dicho las cebras, Las cebras no hablan, encargada, Solo algunas, de estas no podremos saberlo, sus ojos están apagados, Lugar del suceso, La Encrucijada, Fecha y hora, Quince de febrero, ocho con cuarenta y tres, Muertes, Cuatro. La perita comenzó a escrutinar el lugar, quería encontrar una pista, un indicio, un cómplice, algo que le diera a entender qué le había pasado a este mesurado hombre de quien desconoce su nombre. Alguna identificación, preguntó la encargada, mientras la perita se aventuró en la cartera del muerto para descubrir que se llamaba Diágolo, que tenía tal apellido, que tenía tantos años, y que vivía en tal dirección. Sorprendida, la perita regresó la mirada al cadáver para comprobar que Diágolo fuera Diágolo, Es él, pensó boquiabierta, no puede ser, será. Se acercó al piso y comenzó a buscar en la mirada perdida de Diágolo aquello que no quería encontrar, aquello que esperaba que fuera mentira. Por unos momentos, la perita permaneció en la posición en la que se encontraba, y su cara se tornó pálida a lo que la encargada la llamó y le preguntó que si todo estaba bien, que pareciera que conoce al hombre, No es nada, será alguien con quien compartí los estudios universitarios, Conoces a alguien para informarle de su muerte, No, podremos intentar con quien esté listada al reverso en su carné, Y quién es, pero la perita no respondió, seguía viendo a Diágolo. Terminado el levantamiento del muerto, que no se confunda con la famosa expresión que aterra a los que la padecen, la perita regresaba a su casa, aún la atormentaba la mirada de Diágolo, sentía que algo le había dicho, que el último brillar de sus ojos le contaron todo. Al siguiente día, mientras la perita salía de su casa, puso el pie sobre la banqueta, con el cuidado de no pisar las líneas que dividen sus cuadrantes.

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